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domingo, 24 de febrero de 2013

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Y no es poca, que no es poco.

Tauromakia: Acepción minoica de los ritos y juegos de carácter religioso desarrollados en recintos cerrados y con graderíos, en los que participaban tanto hombres como mujeres.

La interacción con el toro por el hombre se pierde en la noche de los tiempos. Ya sea en su caza, su sacrificio en actos religiosos o de purificación, su mitificación o endiosamiento, o en el juego del desafío a la muerte y a la fuerza bruta de la naturaleza encarnada en tan bello animal, a que tan propenso es el ser humano.


Fuera de la península ibérica, además de la cultura minoica ya nombrada, en la que destaca también el mito del laberinto del Minotauro, encontramos al toro en las campañas de Aníbal, donde mercenarios íberos emplearon unos 2.000 toros con sarmientos encendidos en la cornamenta, en los campos de Falerno, donde el cartaginés se había visto acorralado por las tropas romanas; el ataque fue nocturno y provocó el pánico en las huestes enemigas. Y también lo vemos en los anfiteatros romanos, donde se introdujo desde tiempos de Julio César la suerte llamada “de Tesalia”, que consistía en mancornar o embarbar al animal. Todo esto como ejemplos más significativos, pero no únicos.

Pero volvamos a Iberia, donde el toro parece que se llegó a considerar un animal o símbolo sagrado, pues se han hallado diversas representaciones de bichas y monstruos con cuerpo de toro y cabeza de hombre.
En Lliria, cerca de Valencia, se descubrió un vaso íbero en que aparece representado algo parecido a una corrida de toros. De Clunia es la famosa estela (desaparecida) donde aparecía un hombre frente a un toro, armado con una rodela o escudo y un chuzo. Y en Termes (Termancia, pueblo celtibérico de la región de los arévacos) se encontraron unas graderías talladas en un gran macizo de piedra arenisca, con forma de arco, que se interpretan como un lugar público de reunión en el que también se hallaron restos de fuegos y huesos de animales (entre ellos de toros) procedentes posiblemente de sacrificios litúrgicos, que por las características del lugar recuerda a los anfiteatros romanos y sus espectáculos.
También podemos hablar de los taurobolios, ritos a la advocación de Cibeles y Atis, en los que el iniciado recibía sobre sí la sangre del toro inmolado, que se daban desde el s. II y principalmente en la Lusitania
Y no debemos pasar por alto el mito, quizás con ciertas bases de realidad, del rey Gerión de Tartessos, que según la tradición era poseedor de grandes riquezas e ingentes rebaños de toros y vacas. El mito dice que tras matar sus hijos a Osiris, Heracles Egipcíaco vino a Tartessos para matar al rey y confiscar sus ganados.


Pero vamos ya a las fiestas de toros que recuerdan más la actual concepción de la tauromaquia.

En la Alta Edad Media son pocos los testimonios escritos de fiestas de toros, lo cual no significa que no existiesen celebraciones de este tipo, puesto que cuando aparecen en escritos posteriores, se encuentran ya reguladas, lo que trasluce un período de adaptación hasta delimitar unos cánones.

En un principio, las fiestas de toros o “el correr toros” se realizan en ocasión de reuniones de Cortes, festejos de bodas y nacimientos de príncipes y reyes, fiestas de santos patronos o concurrencia de gentes por razones de ferias.

En la Baja Edad Media, encontramos documentada la primera fiesta real de toros, correspondiente a la coronación de Alfonso VII en 1.135. En tiempos de Alfonso X el Sabio, su Crónica General corrobora la cotidianidad de este tipo de festejos. Además, dicha Crónica, contiene una interesante referencia a las Cortes convocadas por Alfonso II el Casto, en el 815, donde “se lidiaban de cada día toros”.

La práctica habitual era el alancear los toros desde el caballo (también se hacía a pie) y, aunque era práctica propia de caballeros, las gentes reunidas en las celebraciones intervenían alanceando o saeteando los toros. En un principio, el entrar los caballeros era para socorrer a las gentes que participaban de las fiestas, pasando luego a regularse su concurso.
En cuanto al toreo a pie, nace en el norte, fundamentalmente en Navarra y el Pirineo, sin olvidar zonas de las actuales regiones de La Rioja, Aragón o la provincia de Vizcaya (tantas veces a caballo esta última entre el dominio de Navarra y de Castilla). Se trataba de los llamados “matatoros”, que recibían un estipendio por sus funciones.

En el s. XVI la suerte de la lanzada se regulariza, debiendo realizarse a la espera de la acometida del toro. Como dije antes, es suerte efectuada por caballeros, cuya mayor deshonra es el ridículo ante el fallo en la misma, la caída del caballo o la pérdida de algún elemento de su vestimenta, tal como el sombrero. En caso de grave lance, el caballero debía apearse del caballo y, con la defensa de la capa, que solía estar doblada sobre el brazo, estoquear o acuchillar al toro. En 1527, el mismo Carlos V mató a un toro de una lanzada en Valladolid, en las celebraciones del nacimiento de su hijo y  futuro rey Felipe II.

Ya en el s. XVIII, el toreo a pie se impone en el gusto de los espectadores, regularizándose en su segunda mitad la lidia.

Y, a partir de ahí, los Costillares, Romero, Pepe-Hillo... Pero de eso ya hablaremos en otro momento.


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