Tauromakia: Acepción minoica de los ritos y juegos de carácter
religioso desarrollados en recintos cerrados y con graderíos, en los que
participaban tanto hombres como mujeres.
La interacción con el toro por el
hombre se pierde en la noche de los tiempos. Ya sea en su caza, su sacrificio
en actos religiosos o de purificación, su mitificación o endiosamiento, o en el
juego del desafío a la muerte y a la fuerza bruta de la naturaleza encarnada en
tan bello animal, a que tan propenso es el ser humano.
Fuera de la península ibérica,
además de la cultura minoica ya nombrada, en la que destaca también el mito del
laberinto del Minotauro, encontramos al toro en las campañas de Aníbal, donde
mercenarios íberos emplearon unos 2.000 toros con sarmientos encendidos en la
cornamenta, en los campos de Falerno, donde el cartaginés se había visto
acorralado por las tropas romanas; el ataque fue nocturno y provocó el pánico
en las huestes enemigas. Y también lo vemos en los anfiteatros romanos, donde
se introdujo desde tiempos de Julio César la suerte llamada “de Tesalia”, que
consistía en mancornar o embarbar al animal. Todo esto como ejemplos más
significativos, pero no únicos.
Pero volvamos a Iberia, donde el
toro parece que se llegó a considerar un animal o símbolo sagrado, pues se han
hallado diversas representaciones de bichas y monstruos con cuerpo de toro y
cabeza de hombre.
En Lliria, cerca de Valencia, se
descubrió un vaso íbero en que aparece representado algo parecido a una corrida
de toros. De Clunia es la famosa estela (desaparecida) donde aparecía un hombre
frente a un toro, armado con una rodela o escudo y un chuzo. Y en Termes
(Termancia, pueblo celtibérico de la región de los arévacos) se encontraron
unas graderías talladas en un gran macizo de piedra arenisca, con forma de
arco, que se interpretan como un lugar público de reunión en el que también se
hallaron restos de fuegos y huesos de animales (entre ellos de toros) procedentes
posiblemente de sacrificios litúrgicos, que por las características del lugar recuerda
a los anfiteatros romanos y sus espectáculos.
También podemos hablar de los
taurobolios, ritos a la advocación de Cibeles y Atis, en los que el iniciado
recibía sobre sí la sangre del toro inmolado, que se daban desde el s. II y
principalmente en la
Lusitania
Y no debemos pasar por alto el
mito, quizás con ciertas bases de realidad, del rey Gerión de Tartessos, que
según la tradición era poseedor de grandes riquezas e ingentes rebaños de toros
y vacas. El mito dice que tras matar sus hijos a Osiris, Heracles Egipcíaco
vino a Tartessos para matar al rey y confiscar sus ganados.
Pero vamos ya a las fiestas de
toros que recuerdan más la actual concepción de la tauromaquia.
En la
Alta Edad Media son pocos los testimonios
escritos de fiestas de toros, lo cual no significa que no existiesen
celebraciones de este tipo, puesto que cuando aparecen en escritos posteriores,
se encuentran ya reguladas, lo que trasluce un período de adaptación hasta
delimitar unos cánones.
En un principio, las fiestas de
toros o “el correr toros” se realizan en ocasión de reuniones de Cortes,
festejos de bodas y nacimientos de príncipes y reyes, fiestas de santos
patronos o concurrencia de gentes por razones de ferias.
En la Baja Edad Media,
encontramos documentada la primera fiesta real de toros, correspondiente a la
coronación de Alfonso VII en 1.135. En tiempos de Alfonso X el Sabio, su
Crónica General corrobora la cotidianidad de este tipo de festejos. Además,
dicha Crónica, contiene una interesante referencia a las Cortes convocadas por
Alfonso II el Casto, en el 815, donde “se lidiaban de cada día toros”.
La práctica habitual era el
alancear los toros desde el caballo (también se hacía a pie) y, aunque era
práctica propia de caballeros, las gentes reunidas en las celebraciones
intervenían alanceando o saeteando los toros. En un principio, el entrar los
caballeros era para socorrer a las gentes que participaban de las fiestas,
pasando luego a regularse su concurso.
En cuanto al toreo a pie, nace en
el norte, fundamentalmente en Navarra y el Pirineo, sin olvidar zonas de las
actuales regiones de La Rioja,
Aragón o la provincia de Vizcaya (tantas veces a caballo esta última entre el
dominio de Navarra y de Castilla). Se trataba de los llamados “matatoros”, que
recibían un estipendio por sus funciones.
En el s. XVI la suerte de la
lanzada se regulariza, debiendo realizarse a la espera de la acometida del
toro. Como dije antes, es suerte efectuada por caballeros, cuya mayor deshonra
es el ridículo ante el fallo en la misma, la caída del caballo o la pérdida de
algún elemento de su vestimenta, tal como el sombrero. En caso de grave lance,
el caballero debía apearse del caballo y, con la defensa de la capa, que solía
estar doblada sobre el brazo, estoquear o acuchillar al toro. En 1527, el mismo
Carlos V mató a un toro de una lanzada en Valladolid, en las celebraciones del
nacimiento de su hijo y futuro rey
Felipe II.
Ya en el s. XVIII, el toreo a pie
se impone en el gusto de los espectadores, regularizándose en su segunda mitad
la lidia.
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